Quito, Ecuador.- Un total de 210 toneladas de droga incautadas en un solo año es un récord. 4 mil 500 asesinatos el año pasado, también es un récord. 

Niños reclutados por pandillas. Las prisiones como centros del crimen. Barrios consumidos por peleas de criminales. Y todo este caos financiado por forasteros poderosos con mucho dinero y mucha experiencia en el negocio mundial de las drogas.

Ecuador, en el extremo occidental de América del Sur, se ha convertido en pocos años en el estado de la fiebre del oro del narcotráfico, con grandes cárteles de lugares tan lejanos como México y Albania uniendo fuerzas con pandillas carcelarias y callejeras, desatando una ola de violencia sin precedentes en el país.

Esta agitación es alimentada por la creciente demanda mundial de cocaína. Si bien muchos legisladores se han centrado en una epidemia de opioides, como el fentanilo, que mata a decenas de miles de estadounidenses cada año, la producción de cocaína se ha disparado a niveles récord, un fenómeno que ahora está devastando a la sociedad ecuatoriana, convirtiendo a una nación que alguna vez fue pacífica en una campo de batalla.

«La gente consume en el extranjero», dijo el mayor Edison Núñez, oficial de inteligencia de la Policía Nacional de Ecuador. «Pero no entienden las consecuencias que se producen aquí».

Ecuador no es nuevo en el negocio de las drogas. Acorralado entre los mayores productores de cocaína del mundo, Colombia y Perú, ha servido durante mucho tiempo como punto de salida para productos ilícitos con destino a América del Norte y Europa.

Pero un auge en Colombia en el cultivo de la hoja de coca, un ingrediente base de la cocaína, ha creado un aumento en la producción de la droga.

Mientras que años de una vigilancia laxa a la industria del narcotráfico de Ecuador han convertido al país en una base cada vez más atractiva para la fabricación y distribución de drogas.

La violencia relacionada con las drogas comenzó a aumentar alrededor de 2018, cuando los grupos criminales locales competían por mejores posiciones en el comercio.

Al principio, la violencia se limitaba principalmente a las cárceles, donde la población había aumentado tras un endurecimiento de las penas por drogas y un mayor uso de la prisión preventiva.

Eventualmente, el Gobierno perdió el control de su sistema penitenciario y los presos obligaron a otros presos a pagar las camas, los servicios y la seguridad, e incluso se quedaron con las llaves de sus propios pabellones penitenciarios.

Pronto, los centros penitenciarios se convirtieron en bases de operaciones del narcotráfico, según expertos en Ecuador.

El crimen organizado internacional vio una oportunidad lucrativa para expandir sus operaciones.

Hoy, los cárteles más poderosos de México, Sinaloa y Jalisco Nueva Generación, son financistas sobre el terreno, junto con un grupo de los Balcanes que la Policía llama mafia albanesa.

Los grupos locales de delincuencia callejera y de prisiones como Los Choneros y Los Tiguerones trabajan con los grupos internacionales, coordinando el almacenamiento, el transporte y otras actividades, según la Policía.

La cocaína, o un precursor llamado base de coca, ingresa a Ecuador desde Colombia y Perú, y luego suele salir por agua desde uno de los bulliciosos puertos del país.

De los aproximadamente 300 mil contenedores de envío que salen cada mes de Guayaquil, una de las ciudades más pobladas de Ecuador y uno de los puertos más activos de América del Sur, las autoridades solo pueden registrar el 20 por ciento de ellos, dijo Núñez.

En estos días, las drogas se transportan escondidas desde los puertos de Ecuador en pisos reconstruidos, en cajas de bananas, en tarimas de madera y cacao, antes de finalmente aterrizar en fiestas en ciudades universitarias de Estados Unidos y clubes en ciudades europeas.

En Guayaquil, una ciudad húmeda de verdes colinas, con una población metropolitana de 3.5 millones, las rivalidades entre grupos criminales se han derramado en las calles, produciendo un estilo de violencia horrible y público claramente destinado a inducir miedo y ejercer control.

Las estaciones de noticias de televisión se llenan regularmente con historias de decapitaciones, coches bomba, asesinatos policiales, jóvenes colgados de puentes y niños asesinados a tiros fuera de sus casas o escuelas.

«Es tan doloroso», dijo un líder comunitario, quien pidió no ser identificado por razones de seguridad.

El barrio del líder se ha transformado en los últimos años, con niños de hasta 13 años reclutados a la fuerza por grupos criminales. «Están amenazados», dijo el líder. «‘¿No quieres unirte? Mataremos a tu familia'».

En respuesta, el Presidente de Ecuador, Guillermo Lasso, declaró varios estados de emergencia y envió a los militares a las calles para proteger escuelas y negocios.

Más recientemente, Los Choneros y otros han encontrado otra fuente de ingresos: la extorsión. Comerciantes, líderes comunitarios, incluso proveedores de agua, recolectores de basura y escuelas se ven obligados a pagar un impuesto a los grupos criminales a cambio de su seguridad.

Dentro de las prisiones, la extorsión ha sido común durante años.

En una mañana reciente en Guayaquil, Katarine, de 30 años, madre de tres hijos, estaba sentada en un banqueta frente a la prisión más grande del país.

Su esposo, un cultivador de bananas, había sido detenido cinco días antes, luego de una pelea callejera.

Él la llamó desde la prisión, pidiéndole que transfiriera dinero a una cuenta bancaria perteneciente a una pandilla. Si ella no pagaba, explicó, lo golpearían y posiblemente lo electrocutarían.

Katarine, quien por razones de seguridad pidió que solo se usara su nombre de pila, finalmente envió 263 dólares, aproximadamente el salario de un mes, que adquirió empeñando sus pertenencias.

«Estaba más que desesperada», afirmó preguntando por qué las autoridades no estaban haciendo más para controlar esta práctica.

Cada persona encarcelada, dijo, era un contribuyente más para los grupos criminales.

La violencia ha traumatizado a muchos ecuatorianos en parte porque el cambio en la fortuna del país ha sido muy dramático.

Entre 2005 y 2015, Ecuador fue testigo de una transformación extraordinaria, ya que millones de personas salieron de la pobreza, aprovechando la ola de un auge petrolero cuyas ganancias, el entonces Presidente Rafael Correa invirtió en educación, salud y otros servicios sociales.

De repente, las amas de casa y los albañiles creyeron que sus hijos podrían terminar la preparatoria, convertirse en profesionales y vivir vidas completamente diferentes a las de sus padres.

Hoy, esos ecuatorianos ven cómo sus barrios se deterioran en medio del crimen, las drogas y la violencia.

El declive del país también se profundizó por la pandemia de Covid-19, que como en otras partes del mundo, golpeó duramente a la economía.

Hoy, solo el 34 por ciento de los ecuatorianos tiene un empleo adecuado, según datos del Gobierno, por debajo del máximo de casi el 50 por ciento hace una década.

La crisis se ha extendido al Gobierno, donde algunos funcionarios han sido acusados de ser cooptados por grupos criminales.

Los periodistas han huido, los fiscales han sido asesinados y los activistas de derechos humanos han sido silenciados por investigar o denunciar la delincuencia o la corrupción.

El índice de aprobación de Lasso es bajo, según las encuestas, y en mayo, ante un juicio político por cargos de corrupción, disolvió la Asamblea Nacional y convocó a nuevas elecciones.

Los ecuatorianos elegirán un nuevo Presidente y una nueva Asamblea Nacional en agosto, con una posible segunda vuelta en octubre, ya que el país se encuentra en una encrucijada política con la intensificación de la violencia.

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